Admisión: El bono de cero pesos














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Miércoles 21 de marzo de 2012

Después de esperar un ratito sentada en una de las tantas sillas de la recepción, veo que un hombre de camisa abultada por los músculos me nombra. Lo sigo por un pasillo con puertas a los costados hasta que abre una y, sin entrar, me habla sin pausas.
–Qué tal mucho gusto Néstor es mi nombre… –nos damos un beso en la mejilla–, pasá por acá por favor.
–Bueno… –digo confundida por la velocidad y dureza con la que habla y actúa–. Gracias…
Entro al consultorio. Es un espacio muy chico, sin ventanas, con dos sillas y una mesa sobre la que hay un velador y algunos papeles.
–Sentate –me dice mientras cierra la puerta y señala una silla con la mano.
–Gracias.
–Bueno, entonces mi nombre es Néstor y vamos a tener una pequeña entrevista para ver por qué venís –habla sin pausas–, ¿ya conocés la Institución?
–No.
–¿Cómo llegaste acá?
–Tengo una amiga que me recomendó este lugar, ella vino alguna vez y me dijo que estaba bien…
–Yo te voy a hacer unas preguntitas primero –me interrumpe–. Primera pregunta: ¿con quién vivís?
–Sola.
–¿Ocupación?
–Trabajo en un local… a la noche.
–¿Sos empleada? –me pregunta con tono de “fierita”, dejando de mirar la planilla y entrecerrando los ojos.
–Sí.
–¿Estudios?
–Secundario.
–¿Tus horarios como para poder venir cuáles serían? Es una vez por semana.
–Por ejemplo… los martes al medio día estaría bien.
–¿Y otro día que puedas venir acá, como para tener más opciones?
–El lunes –él escribe en silencio–. Al mediodía.
–Contame un poquito por qué consultás.
–Porquemmm… no me está yendo muy bien.
–Clara no te escucho bien, perdoname…
–Porque… no sé, yo… me gustaría cambiar algunas cosas de mi vida –digo con un tono más serio mientras él golpea rítmicamente el escritorio con una punta de lapicera, recorriendo con los dedos su longitud cada vez y haciéndola girar para volver a empezar –. Trabajo mucho y… tengo que pagar un alquiler, tengo deudas, no tengo amigos…
–¿Me podés hablar un poco más fuerte? No te estoy escuchando.
–¡Que trabajo muchas horas! –le explico con irritación–. No tengo muchos amigos.
–¿Tenés muchas…?
–No tengo amigos, en realidad –lo interrumpo–. Me relaciono solo con la gente de donde trabajo.
–¿Y en qué trabajás? –me pregunta dando vuelta la hoja para leer lo que escribió sobre eso.
–En un bar –respondo cortante–. A la noche.
Otra vez silencio.
–¿Y qué sos, camarera? ¿Qué hacés?
–Algo así. Camarera, sí.
Se escucha una risa del otro lado de la puerta mientras miro cómo me mira, está recostado en la silla jugando con la lapicera.
–¿No podés decir qué hacés? ¿O no podés…?
–Sí… hago de camarera.
–¿Qué es? ¿Un boliche? ¿Es una discoteca? ¿O es…?
–Es un bar de… tragos.
–Mjm. ¿Y es un trabajo que a vos te interesa, te gusta? ¿O te sentís como… incómoda haciéndolo?
–Empecé a trabajar ahí porque me pareció interesante. Antes trabajaba en otro lugar, hace muchísimos años…
Siguen escuchándose risas afuera.
–¿Y era interesante por qué? ¿Porque tenías un buen sueldo...?
–Porque me vinculaba con gente –respondo lastimosamente con la voz un poco ronca.
–Mjm.
–Mucha gente.
Silencio. Ahora se escucha una tos.
–¿Tenés familia vos? –se inclina nuevamente sobre la planilla con la lapicera apoyada en un rectángulo.
–Sí, tengo a… Sí.
–¿Sí qué? –me dice subiendo los ojos para mirarme, sin mover la cabeza.
–Mi mamá y… una hermana.
–¿Tu papá?
A lo largo de la entrevista él se inclina sobre la mesa y vuelve a apoyarse en el respaldo de la silla casi rítmicamente. Pareciera que es una acción que se desarrolla independientemente del tema que estemos tratando.
–No me relaciono con mi papá.
–¿Cómo?
–No me relaciono con mi papá –contesto con indolencia.
Silencio. Miro los brazos abultados asomando por las mangas cortas de la camisa blanca a cuadros. Él me mira con desprecio inclinado sobre su silla.
–¿Qué más me podés contar?
Tardo mucho en responder.
–Mmmh… no sé, me gustaría…
–¿Qué? –me pregunta con impaciencia.
–…cambiar de vida. Y mi amiga me dijo que acá tal vez podía… me podían ayudar.
–¿Cómo cómo cómo? –repite rápidamente.
–Me dijo que acá tal vez me podían ayudar.
–Sí, no sé si a cambiar de vida…
–¡Pero a pensar o ver… qué puedo hacer!
–¿Hiciste alguna vez algún tratamiento? –me pregunta, y yo no puedo dejar de sentir un profundo rechazo por lo que dice, por cómo habla, por la manera de recostarse sobre el respaldo, por las mangas tirantes de la camisa.
–No.
Otra vez nos quedamos en silencio. Me quiero ir. Nos miramos con desagrado. El consultorio no tiene mucha luz y el velador sobre la mesa le da al lugar un aspecto de habitación de hotel.
–¿Por qué te cuesta tanto hablar o te ponés un poquito… “tímida”? –cada vez que usa la palabra “tímida” la resalta arrugando la nariz–. ¿Sos “tímida” en general o…? –me habla con un brazo colgando por detrás del respaldo.
–Me imagino… –se me quiebra la voz de odio–. No sé.
–¿Te cuesta hablar o…?
–Sí, no hablo mucho.
–Mjm.
–A no ser cuando tomo alcohol que hablo más –digo, tratando de ser sincera y consciente de que se trata de una admisión.
–¿Cómo?
–A no ser cuando tomo alcohol que…
–¿Tomás alcohol? –me interrumpe–. ¿Mucho?
–No… mucho no.
–¿Estás en pareja? –me interrumpe nuevamente. Muevo la cabeza negando–. ¿Pero salís con alguien? –vuelvo a negar con un gesto y ya no hablamos por un rato–. ¿Por qué consultás ahora… si se puede saber por qué consultás ahora?
–Y porque le conté de esto que me pasaba a mi amiga y me sugirió que viniera acá.
–¿Tu amiga trabaja en el mismo lugar?
–Sí.
Ahora acomoda la lapicera de manera que queda paralela al borde de la hoja en la que estaba escribiendo. Mueve la hoja, la sacude un poquito y vuelve a ponerla en el mismo lugar. Hace ruido.
–Este lugar en el que trabajás, ¿te genera cierto conflicto? ¿O no?
–¿Cómo? No entiendo…
–Si el lugar en el que trabajás te… –se incorpora sobre la mesa, le saca el capuchón a la lapicera con cierta dificultad, lo que lo hace hacer un poco de fuerza que repercute en las mangas de la camisa. Se lo vuelve a poner– …si el lugar en donde trabajás te genera cierto malestar… o cierto conflicto.
–No… cuando empecé a ir me imaginé que era una cosa y… pasó el tiempo y… no es lo que yo me imaginaba.
–¿Qué es? ¿Como un prostíbulo? ¿Algo así? –hay algo de sobrador en la voz, en cómo me mira, en la manera de estar sentado–. ¿Qué tipo de bar es…?
–Mmmmno… es un bar de tragos. Hay chicas que bailan pero no necesariamente es un “prostíbulo”.
–Pero van… ¿“gente”…? Van… ¿“chicas”, digamos? Eso te digo… –nuevamente deja colgar su brazo abultado por detrás del respaldo de la silla mientras me mira con el mentón casi pegado al cuello.
–Mmmmsí… aunque la mayoría son como… personas que están ahí, tomando un trago, miran…
–¿Pero ese ambiente a vos te… te cae bien? ¿Digamos? ¿O…? ¿O te trae malestar?
Hay mucho desprecio en cómo habla.
–¡Cada uno hace lo que quiere con su vida!
–¡Por supuesto! ¡Yo te estoy preguntando qué te pasa a vos, no a la “gente”! –responde irritado, burlándose.
–¡Por eso! No me meto con ellos. Yo… al principio pensé que eran mis amigos cuando entré, pero… me doy cuenta de que es como una manera de ser de la gente que está ahí… –estoy muy molesta. Me quiero ir, no soporto cómo me mira–, que no necesariamente porque sean simpáticos son amigos.
–Mjm.
Nos quedamos en silencio. Desde la posición en la que está espía la hoja que quedó sobre la mesa.
–¿Y vos fuera del trabajo no tenés ningún vínculo con la gente? –dice como enojado.
–No.
–¿Y vivís sola, alquilás, y te las arreglás…? ¿Dónde vivís? –agrega dando vuelta la hoja.
–Me cuesta mucho pagarlo y por eso tengo que trabajar muchas horas y no me queda tiempo para hacer nada ni para vincularme con nadie
–Mjm.
Escuchamos por unos minutos los sonidos del pasillo.
–Bueno, yo no te voy a preguntar más ahora… –pone un sello en el papel–. Te cuento, yo lo que puedo hacer es admitirte… o sea, que vos puedas empezar un tratamiento acá –usa una voz nasal mientras va sellando el papel que estuvo mirando toda la sesión y otros más–. Eh… las entrevistas son semanales… y cada vez que venís, incluido hoy –me mira fijo a los ojos–, tenés que sacar un bono por consulta. Por otro lado, el valor del bono es de treinta pesos para arriba –siento que me está vendiendo una rifa–, dentro de tus posibilidades… ¿no? –me sigue mirando, como no respondo sigue hablando–. Eh… entonces… En realidad el valor lo ponés vos de acuerdo a lo que vos… puedas… pagar… –hace pausas prolongadas entre cada palabra sin dejar de mirarme fijo y hacer ruido con los papeles. No respondo, se irrita y sigue–. ¿Vos cuánto podrías pagar el bono de consulta cada vez que venís?
–Mmmmno sé… la verdad es que hoy no traje plata –miento sin saber bien por qué.
Me mira mal, se apoya en el respaldo.
–¿Y vos qué pensabas? ¿Qué era “gratis”?
Silencio. Las miradas son casi insostenibles. Siento un odio vehemente hacia el velador.
–Me había dicho mi amiga que es un servicio público y por eso vengo acá, porque no…
–¡No es un servicio público! –dice casi histérico, con asco–. Tenés que sacar un bono… –insiste, parece como si me estuviera cargando.
–¡Bueno! ¡No–lo–sa–bí–a! –le digo casi gritando.
–No, no… te quería decir…
–¡Y si no voy a un psicólogo particular es porque no lo puedo pagar! –lo interrumpo.
–No no no, esto no es particular, es una “Institución”… ¿Mjm?
–¡Está bien!
–Ajám…
–Pero te digo lo que “yo” pensé que era.
–Bueno… ¿entonces no tenés para pagar nada hoy? ¿Para nada?
–¡Hoy no traje plata! –insisto con el tono elevado.
–Bueno… –me responde incrédulo–. Entonces… no hay problema, hacé una cosa…
–Pero para la próxima –lo interrumpo, temiendo que se arrepienta y no me admita–puedo…
–Si si si ya verás la próxima… Ahora tenés que ir rapidito… –me trata muy despectivamente–, ¿de acá salís? ¿A tu izquierda? ¿Vas a la recepción? Y ahí les decís que estuviste con Néstor, te van a dar… eh… un papelito… Sacás un bono de cero pesos –me mira de reojo un instante con una sonrisita casi imperceptible–. Tenés que sacar un bono de cero pesos… –se levanta ruidosamente–. Sacás un bono de cero pesos porque es emmm… la manera de computar… estemmm… y después de hoy tiene que ser así…
–¡No sabía! ¡No me dijo nada…! –lo interrumpo casi desesperada.
–No importa… –me responde ofendido–. Eeeeh…
–Bueno, después de hoy, sí… –digo tranquila, triunfante. Un cambio abrupto en el tono y la forma de dirigirme a él.
–Ok. Entonces… mirá, ¿ahora te vas ahí? –me señala al fondo del pasillo por el que vinimos–, vas a decir que estuviste con Nestor… –estamos parados uno a cada lado de la puerta, por un lado me está empujando a que me vaya y por otro no deja de hablar y repetir lo mismo.
–Sí.
–Entonces sacás el bono de cero pesos y esperás quince días a que te llamen para la derivación, ¿de acuerdo? –digo que sí con la cabeza.
–Bueno.
–Gracias.
Nos damos un beso en la mejilla.
–Taluego –me dice con una sonrisa y una actitud de ama de casa.
–Chau, hasta luego –le respondo cansada.
Camino por el pasillo confundida. Estoy triste y enojada. Decepcionada. En el mostrador me hacen esperar y cuando me atienden veo que no les resulta muy simpático lo del bono de cero pesos. Mientras lo imprimen escucho como Néstor llama al siguiente paciente por su apellido.